El siguiente relato tiene al destino como una sutil conexión entre personas que están llamadas a encontrarse siguiendo la leyenda japonesa del Hilo Rojo. Son seres que desafían al tiempo y la distancia pero cuando tocan la invisible hebra carmesí ya no podrán soltarla jamás.
Giró 360 grados sobre sí mismo. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí. La única sensación que hacía compañía a su desconcierto era la de déja vu. Había estado antes en aquella avenida, custodiado por esos mismos gigantes de cemento y cristal mientras la marea de gente le arrastraba de una orilla a otra de la vía. 東. Sí, empezaba por T. Una oleada de determinación le hizo plantar ambos pies en la acera, aferrándose al asfalto, inamovible. 京. Sí, eso, TO. Mi nombre es Riku, nací en 1999, vengo de la noble estirpe de los Ishikawa de Nara, y estoy en 都. KYO. 東京都. TOKYO. Pero, ¿por qué estoy aquí? Rojo. Un lazo rojo. Unos cabellos negros recogidos por un lazo rojo. Sus largos cabellos negros recogidos por un lazo rojo. ¡Saya!
Otsaka estaba desierto a esas horas y nadie les había visto entrar en la librería de su padre. Quería encontrar un sitio a solas para enseñarle lo que había traído. Primero le besó. Sus labios estaban calientes y húmedos. La excitación le encendía los ojos y conseguía colorear sus mejillas. Era como si un halo trenzado al paralelo 35 la mantuviera unida a aquel chamán. Saya sabía que algo se había transformado para siempre y deseaba ardientemente mostrar a su novio lo que había conseguido traer escondido en el equipaje.
Le cogió de la mano y tiró de él hacia la puerta trasera de la librería, donde su padre cuidaba un bonito jardín. Un pequeño rincón dentro de una gran ciudad donde el olor a flores frescas se impregnaba en sus pulmones al cruzar esa puerta y el murmullo de los pájaros se mezclaba con el ruido de la fuente en la acababan de sentarse, deseosos de compartir ese rato íntimo para mostrarle lo que había traído.
Bajo el cerezo en flor, licuaron sus manos y entregaron sus ojos a la pasión, sosegada, sin pronunciar una palabra. Cuando las montañas rojas de sus territorios estaban a punto de derretirse, ella le guió a su habitación, amplia, voluptuosa. Le mostró las hojas finas del eneldo que guardaba en su bolso. Cómplices, repartieron sus aromas por toda la alcoba, se vistieron con exclusivos vestidos de seda y copularon, salvajes, 7 noches y 7 días sin descanso. La alta y prolongada exigencia en la entrega provocó violentos calambres en los amantes que recuperaron, como tenían previsto, con elixir de ácido acético. Al octavo día alguien tocó a la puerta del santuario. Era la madre de Saya.
El rostro de Akane enmarcado por sus gafas, sonrisa gélida y su tirante pelo recogido en un alto moño, impregnó sus cálidos cuerpos con el frescor del alba. Las arrugadas manos irrumpieron estrepitosamente el plácido reposo de los amantes. El brazo de Saya quedó marcado por los arrebatadores dedos cargados de ira. Desnuda y arrodillada, con su fino cabello cubriendo su rostro avergonzado, se dispuso a cubrir su cuerpo con el vestido de seda rosa.
El destino y la tradición se habían mirado de frente en ese instante de sobresalto y estupor; una madre enfurecida y avergonzada, quien meses atrás había urdido, a sus espaldas, un compromiso matrimonial para Saya, abonando una tradición caduca y decadente, se llevaba consigo de la estancia, la atmósfera de asombro y conmoción que había presidido el encuentro de los amantes; sólo un rastro de culpa permaneció a su paso.
Bastó un delicado abrazo de Riku para enjugar las lágrimas de Saya y conjurar su culpa. Ataviados con su lazo rojo, con intención de desagravio y con la determinación de quien se sabe a resguardo del destino, se disponen a presentar sus respetos.
EL DESTINO
Muchas lunas más tarde, cuando las nieves poblaban ya su sien, Saya volvió a su pueblo natal KYO con un sabor ácido, aunque fresco en el paladar. Su padre había sido enterrado años atrás al lado de un manzano y cuando llegaba el fin del verano, acudía sola a rendirle homenaje por el aniversario de su muerte. Allí le esperaba siempre Riku al atardecer, con unas flores blancas y rosadas en la mano atadas con un pequeño cordón rojo, símbolo del amor que se habían profesado a lo largo de los años. Ni los compromisos urdidos por Akane ni las responsabilidades de la vida, habían conseguido cortar ese cordón que los unía al menos una vez al año. Ese era su pequeño secreto y del que su padre siempre fue cómplice.