Ya no había vuelta atrás. Ni siquiera recordaba cómo había enfilado sus pasos hasta aquella calle de suave pendiente, pero recién pulsó el telefonillo sintió la efervescencia de saberse en el lugar adecuado. Después de muchos años planificando con precisión de cirujano cada movimiento de su vida, había decidido —como si eso pudiera decidirse— dejarse llevar. Oía voces, pero esta vez no eran las suyas. Risotadas, gritos, palmas. Venían de dentro, de muy dentro. 11 segundos duró la espera. Prrrrrrrrr. El viejo portón de madera se entreabrió. Sin preguntar quién era. No podía imaginar mejor bienvenida que esa.
11 pares de ojos, sin saberlo, le esperaban. El ambiente se percibía amigo, lleno de ganas, ilusión, complicidad, nerviosismo e inocencia. Sentía cientos de mariposas revoloteando emocionadas por conocer, emocionadas por conocerse. Cada rincón del espacio, pintado de un blanco roto, albergaba almas que habían decidido quedarse a vivir en ese patio del permiso, donde parecía que cada una de ellas podía ser, sin juicios ni prejuicios. Eran tantas las emociones que abrazaban su cuerpo y su mente que por un momento se sintió colapsada de felicidad sin ser capaz de racionalizar —cómo no— de dónde podía salir tanta verdad.
Tras vencer su característica timidez inicial, acertó a decir su nombre. A modo de cascada le llovían besos, abrazos y bienvenidas de esos seres que parecían de otro planeta. Aun así, sentía que ese entorno era un hogar. Una fuerza mayor que ella misma le hacía sentir que ese era el lugar a dónde ella pertenecía.
Su corazón estaba despertando de un letargo de monotonía, cotidianidad, para comenzar a soñar, imaginar y disfrutar.
“SUEÑA, IMAGINA, DISFRUTA.
Concédete el permiso en este lugar donde todo tiene cabida”, se decía ella misma. ¿Dónde había estado durante todos estos años su capacidad para volver a emocionarse así?
No esperó a escuchar la respuesta. Salto en caída libre… bailando una danza excitante y narcótica. La música la acariciaba con sus millones de manos. En un leve instante de quietud, se le acercaron dos poemas… que al mirarles con sorpresa, la reprendieron. No intentes comprendernos… la poesía no hay que entenderla, hay que sentirla. La escritura vino en su ayuda.
Díctame de nuevo la partitura de tu baile.
Y volvió a entrar en una embriaguez, en la que escuchaba cada vez más lejos el murmullo de sus latidos… tic tac, tic tac. Un lienzo en blanco, maternal, la meció hasta guiarla a un sueño profundo. Sin ella saberlo, había franqueado otra puerta… la de las entrañas de aquel lugar…
Quería explorar más a fondo cada rincón de ese mágico lugar y de sus miles de posibilidades, todas ellas impregnadas de belleza y arte. De sus paredes colgaban cuadros de diferentes tamaños y multitud de colores. Maravillosa paradoja titularse “la belleza de lo efímero”. Una cautivadora melodía la transportó hacia un patio interior en el que decenas de bombillas brillaban como luciérnagas absorbiendo oxígeno. Unas notas salidas de una trompeta y un contrabajo rebotaban entre ellas emocionadas. Se dejó llevar, se dejó llenar.

Entró en una sala llena de colchonetas y aunque sus pies le querían llevar a la sala de al lado donde los poemas se mezclaban con el baile y el cante, pudo más su cansancio y se tumbó. El sueño pudo con ella. Cuando se despertó no oía nada. Fue hacía la despensa. Solo había una vieja maleta y olía a gas. Extrañada se dirigió hacia la sala principal. Cámaras y focos. ¿Irían a rodar algo? Sonrió. No estaba sola. En la sala de los balcones había un grupo de personas vestidas de manera extravagante. De repente, sintió miedo. En sus manos tenían cinta americana, martillos, cuerdas, caretas,… Sus miradas se volvieron hacia ella.
Se quedó paralizada.
Esos cinco segundos fueron los más largos de su vida. Cuando por fin consiguió reaccionar, aquellos cuerpos se disiparon en el aire y se escaparon por una rendija del balcón central. Se asomó rápidamente y pudo ver cómo esa bruma entraba por una de las ventanas del Teatro Calderón. Sin saberlo acababa de conocer a las musas del arte, y estaba segura de que no sería la última vez que coincidiera con ellas. Aquel espacio se había convertido en su nueva casa.
Desde entonces, cada semana tenía 11 días en la calle Alonso Berruguete número 2. Día uno, telefonillo de madera. Día dos, once portones. Tres, besos de mariposas. Día cuatro, libre hogar. Día cinco, caídas emocionantes. Seis, entrañas paradojas. Día siete, arte interior. Día ocho, maleta de patio. Nueve, oxígeno extravagante. Día diez, miedo de brumas. Día 11, gas de musas. Él la había alcanzado, y todo su cuerpo estaba ahora en equilibrio, con seguridad de funambulista. Ella y él. Mente y corazón. Se fundieron en un abrazo eterno.