“Creatividad”. Divino tesoro. Un concepto sobre el que siempre sobrevolamos con ansia de posarnos sobre su centro para arrebatarle –aunque solo sea un trocito- su cascarón de oro. Quizás envueltos en él surja la chispa, la magia, el excitante proceso que culmina en la génesis de algo que antes no estaba ahí.
De hecho, la primera acepción de “crear” recogida por la RAE afirma que este verbo transitivo consiste en “dar realidad a una cosa material a partir de la nada”. Menos mal que hay personas como Berta Monclús que llegan para combatir el agujero negro que a una se le queda en el estómago con esta definición; y que te demuestran que todo (incluido lo que no se puede tocar) emerge y cobra vida desde el centro de nuestro centro. Entonces una aprende que la creatividad, lejos de estar afuera, tiene que ver con la esencia, con lo que en realidad ya somos y no con lo que
creemos ser. Pero claro, para eso hay que escarbar por muchos túneles, cansarse, tropezar, perder el equilibrio, frustrarse, volver al punto de inicio, sentir la adrenalina y sobre todo, buscar y disfrutar de perderse.
ROMPER LA BRÚJULA
“Aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse”, dice Rebecca Solnit en su ensayo. Una guía sobre el arte de perderse. Y añade: “La pregunta es, entonces, cómo perderse”. Eso es precisamente lo que ha sido
para mí el taller «La imaginación es nuestro poder». Procesos creativos: un viaje, una búsqueda, una paradójica pérdida de orientación para encontrar la luz de guía. Contextualizado dentro del proyecto de artes escénicas MeetYou Valladolid 2020, ha supuesto todo un recorrido que ha partido de la escucha grupal para, desde ahí, indagar en la esfera más íntima, en mí, en yo.

Para ello Berta ha empezado por sacudir nuestros cuerpos, por agotar el físico para que la mente se libre de ataduras y aflore al fin la improvisación. Solo entonces calla nuestro mayor censor: nosotros mismos. Durante este viaje he sido capaz de deconstruir poemas ya creados y hacer
realmente mías sus palabras a partir de la coreografía recibir-encajar-devolver que implica el movimiento de la lucha escénica (y de la nuestra propia). De ser consciente, más que nunca, de que apago la luz cuando algo no me gusta pero de que, aun con los ojos cerrados, puedo ver y ver(me).
De enfrentar mi ingenuidad de puntos de “i” redondos a las máscaras que hieren con cinismo el dolor ajeno. De crear mi propia máscara y cuestionarme qué hay de mí en ella.
CREATIVIDAD EN LA CUERDA FLOJA
Durante el viaje he sentido vértigo, he asumido el desequilibrio de mis propios pasos y he deseado que los otros no sintieran el mismo miedo. También he aceptado el juego. Me he vuelto rebaño para después salirme, me he perdido en el inmenso suelo del Salón de los Espejos del Calderón –templo del teatro de Castilla y León– que durante cinco días ha abandonado la gravedad cristalina de sus lámparas para dejarse arañar las entrañas de madera por transeúntes ajenos.

Me llevo las generosas imágenes que elaboraron mis compañeros en torno a un poderoso recuerdo que les mostré. Sus miradas periféricas, nuestra vulnerabilidad abierta en canal. Conmigo quedarán siempre el temblor de sus cuerpos, la incomodidad de saberse observados, el seguir a pesar de…, el inmenso gozo del hallazgo no esperado, los restos de arcilla fresca en las manos que moldean el valor que le damos a los objetos.
El mural de papel donde ahora escribo tiene una grieta. ¿Y si tiro de ella? A ver qué pasa…